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domingo, 18 de julio de 2010

Ulysses de James Joyce por Joseph Strick (1967)



Joyce escribió gran parte de su obra maestra, Ulises, en Zúrich durante la Primera Guerra Mundial, y murió en Zúrich en la Segunda Guerra Mundial. A él y su familia no les había sido fácil pasar de la Francia ocupada por los nazis a ese lugar de refugio neutral. Aunque oficialmente eran ciudadanos de la República independiente de Irlanda, tenían pasaporte británico. Dejó Dublín con su mujer de Galway, Nora Barnacle, en 1904, y vivió en Trieste, Zúrich y París. Era un exiliado por naturaleza -Exiliados es el título de su única obra de teatro-, y ha de ser considerado como un escritor internacional, porque negó a todos los países (con excepción de la extraña cuestión del pasaporte británico).

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Sin embargo, tiene un único tema, bastante limitado.Todos sus libros son sobre Dublín. Ulises, una de las novelas más influyentes de nuestro siglo, trata de un Dublín tansformado en ciudad arquetipo, y su personaje central es el ciudadano arquetipo. No obstante, Leopoldo Bloom no es un dublinés típico. Es medio judío. Los dublineses niegan por la memoria de sus padres que hubiera habido jamás judíos en su católica ciudad. Los había, pero había muchos más en Trieste, donde Joyce empezó a escribir el libro. Combinar las imágenes de ese puerto adriático con las del mar de Irlanda es resaltar la naturaleza cosmopolita de la visión de Joyce. Escribe sobre la condición de todas las ciudades modernas. Bloom es todos los hombres modernos. No es, sin embargo, la cuestión temática del Ulises lo que lo hace distinto. El argumento es escaso. Bloom, que ha perdido a su hijo, encuentra un hijo adoptivo en el joven poeta Stephen Dedalus, Molly, la esposa de Bloom, comete adulterio, pero está deseando la llegada a casa de Stephen -como hijo, redentor y, probablemente, amante-. El libro trata de la necesidad recíproca que tienen las personas, en la estructura menor de la familia y en la más amplia de la ciudad. Ese sencillo tema se universaliza por la imposición de un mito intemporal, el del errante Odiseo en busca de su reino insular. Bloom es Odiseo o Ulises. Sus bastante triviales vivencias de un día en Dublín -el 16 de junio de 1904- se tranforman en un paralelo cómico del personaje de Homero, y, a su vez, adoptan varias formas de resaltar el paralelismo con el clásico, sobre todo a través del estilo y del lenguaje. Así, Bloom encuentra en un bar de Dublín a un nacionalista irlandés llamado El Ciudadano. Su paralelo homérico es el cíclope. Eso sugiere un estilo literario conocido como gigantismo, en el cual el lenguaje es inflado inconscientemente. Se exagera todo, a la manera de la retórica demagógica o de la verborrea seudocientífica. En el capítulo en que Bloom visita un hospital de maternidad para preguntar por el parto de una amiga de su esposa, la señora Purefoy, el paralelo homérico es la matanza por los companeros de Odiseo de los toros del Sol, que son la representación de la fertilidad, y los estudiantes dublineses de medicina del hospital blasfeman contra la fertilidad al glorificar la "copulación sin población". La estructura del capítulo imita el desarrollo del feto en el útero. La semilla masculina fertiliza al femenino latín; tenemos una historia completa de la lengua inglesa siguiendo el progreso de su literatura, con Joyce como oficiante mayor. El estilo resulta más importante que el contenido, pero la intensa concentración en el lenguaje permite a Joyce llegar a límites de la mente humana que antes eran inasequibles para el novelista. El lenguaje no sólo es complejo, sino también de una claridad sin precedentes: abundan las alusiones sexuales y se utilizan palabras que, en el año de la publicación (1922) y en los 40 años posteriores, eran oficialmente tabú. Ése es el motivo de que Ulises hubiera estado prohibido y de que Joyce, injustamente, hubiera sido tachado de tratante de obscenidades y pornografía. El Ulises, usando la técnica del monólogo interior para descubrir los pensamientos y sentimientos más íntimos de sus personajes -de una forma presintáctica y casi preverbal-, llevó al límite el examen de la fantasía de la conciencia humana. Joyce tenía sólo 40 años cuando se publicó el libro, y la cuestión era evidente: ¿qué podía hacer, después de haber llegado tan lejos, con el resto de su vida creativa? De hecho, no le quedaban de ella más que 19 años, y fueron totalmente ocupados por la composición de un increíblemente densa y difícil seudonovela titulada Finnegans Wake. Después de haber tratado la mente consciente, Joyce tenía que sumergirse ahora en las profundidades del mundo onírico. El Finnegans Wake es el relato del sueño de una sola noche. El durmiente y soñador, Humphrey Chimpden Earwicker, es el humilde dueño de un bar de Chapelizod, un barrio de Dublín, pero en su manifestación paternal se convierte en la totalidad de la humanidad masculina, desde Adán hasta el propio Joyce, en tanto que su mujer, Ann, es todas las madres, su hija Izzy es todas las tentadoras (Eva, Dalila, lady Hamilton) y sus. hijos gemelos, Kevin y Jerry, son todos los rivales masculinos enfrentados, desde Caín y Abel hasta Napoleón y WeIlington y posteriores. El lenguaje es el de los sueños. Lo mismo que el tiempo y el espacio se disuelven en los sueños, también las palabras, a través de las cuales vemos el continuo espacio-tiempo, han de distorsionarse para que el significado no se trastoque, sino que se haga ambiguo. La ambigüedad tiene la naturaleza de los sueños. Joyce sabía que las técnicas de interpretación de Freud y de Jung no eran suficientes. Para abreviar, la obra es simplemente un intento de reconciliar opuestos, de afirmar la vida, de insistir en que nada muere. Es más que una novela, es una especie de manifiesto vital. Es tentador ver en eso al James Joyce católico, que estuvo a punto de ingresar en la orden de los jesuitas, pero que cambió un tipo de sacerdocio por otro: el del arte, en el cual el oscuro pan de la vida diaria se convierte en la hostia eucarística de la belleza intemporal. Pero Joyce había dejado la Iglesia, negado a su esposa un matrimonio católico y privado a sus hijos de la bendición del bautismo. Había perdido su fe religiosa y nunca deseó recuperarla, pero el ambiente de su obra es católico europeo -más próximo a Dante que a Goethe o incluso a su ídolo lbsen-. Como medio judío agnóstico, a Bloom solamente le interesa la religión corno fuerza de conexión social, pero su esposa, Molly, nacida en Gibraltar, conoce el catolicismo en sus aspectos mediterráneo y puritano de Norte, y reza a una especie de Dios franciscano. Stephen Dedalus parece no haber llegado a recuperarse del espantoso sermón sobre el infierno que se predica en el Retrato, y es visitado por su madre muerta, que lo conmina a arrepentirse. En este resumen de los logros de Joyce se ignora una cualidad que debe considerarse como preponderantemente vital: su humor. La novela de todos los tiempos, Don Quijote, es una gran comedia, y Joyce aprendió de ella más de lo que estaba dispuesto a admitir. El Ulises invierte la situación haciendo que el protagonista sea una especie de Sancho Panza y poniendo en segundo lugar, o posición filial, a una especie de Don Quijote. Cuando Leopold Bloom y Stephen Dedalus caminan juntos después de medianoche por un Dublín desierto, vemos una figura alta y delgada y otra más baja y gruesa. Bloom sabe más que Sancho, pero su sabiduría es del estilo de la de Sancho, expresada en proverbios triviales; Stephen es el poético soñador que necesita el sentido común de su padre adoptivo. No obstante, subsisten en una relación cómica y están apoyados, o más bien enfrentados, por un numeroso reparto de personajes cómicos. Al igual que todos los grandes novelistas, de alguna forma consigue subsistir fuera de su medio literario. Don Quijote y Sancho Panza cabalgan alrededor de la plaza de toros de Valladolid en 1605 y sigue haciéndolo en los desfiles de carnaval. Los personajes de Charles Dickens son reconocidos incluso por los analfabetos. Leopold Bloom, Molly Bloom y Stephen Dedalus pertenecen a ese orden clásico. Son tan grandes que se pueden someter a todo tipo de excentricidad estilística o juego lingüístico y seguir brillando plenos, tridimensionales y desesperadamente vivos.

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